20.5.09

architecture depends

El título del nuevo libro de Jeremy Till apunta a la respuesta final que cualquier arquitecto daría a las insistentes preguntas del cliente, el usuario o el habitante. ¿Puede mi casa ser más grande? Depende. ¿Podemos hacer la ventana viendo al sur en vez de al oeste? Depende. ¿Le podemos poner un capitel dórico a esa columna sin chiste que usted dibujó ahí? Depende. La arquitectura depende o, como también lo dice usando una palabra con mayor prestigio filosófico, la arquitectura es contingente. El argumento central del libro –como lo explica Till en una hipotética conversación que constituye la introducción– es que “la arquitectura  es conformada [shaped] más por condiciones externas que por los procesos internos del arquitecto. La arquitectura es definida por su propia contingencia, por su incertidumbre de cara a dichas fuerzas externas.”  “¿Y?¿No es eso obvio?” –le responde su interlocutor. El problema, plantea Till, es que con toda su obviedad, la contingencia de la arquitectura no sólo ha sido negada, sino que esa misma negación es la base, el fundamento de la misma disciplina. Desde Vitruvio hasta nuestros días, afirma, los arquitectos se han empeñado en construir principios de orden interno –la triada vitruviana firmitas, utilitas, venustas: estabilidad, utilidad y belleza– y, sobre todo, independientes de factores externos a los que la propia disciplina define –dicho de otro modo: la estabilidad, la utilidad y la belleza de la arquitectura como disciplina dependen de que ésta, la disciplina, pueda definir la estabilidad, utilidad y belleza de la arquitectura, es decir: de los edificios, con independencia de factores externos a la disciplina misma.

Podemos suponer, siguiendo de lejos a Foucault, que eso es precisamente lo que constituye a cualquier disciplina como tal: la clausura de cierto saber sobre sí mismo y el postulado de su independencia respecto a factores externos. Pero, siguiendo a Kojin Karatani –a quien cita Till– podemos también decir que esa idea de una disciplina como construcción autónoma, sólida y estable, se deriva de una voluntad de arquitectura. En su libro Architecture as Metaphor: Language, Number, Money, Karatani argumenta que, desde Platón, la arquitectura ha funcionado como una poderosa metáfora para determinar al pensamiento como una construcción estable, firme, sólida, con fundamentos, etc. Es lo que Mark Wigley en su libro The Architecture of Deconstruction: Derrida’s Haunt llama el complejo edilicio [The Edifice Complex]. La metáfora del pensamiento ordenado, sistemático y bien fundado, es fundamental en el modo como la “filosofía, en un sentido estricto, no se piensa a sí misma como institución. La figura de la arquitectura no es simplemente una figura entre otras que escoja emplear. Más que la figura que la filosofía se da de sí misma, es la figura mediante la cual la institución borra su propia condición institucional.”  También Denis Hollier en su libro La prise de la Concorde, Essais sur Georges Bataille, habla de la metáfora arquitectural. “No existe un sistema –dice– cuya descripción no implique un recurso al vocabulario de la arquitectura. Si la estructura es la forma más general de legibilidad, nada se vuelve legible mas que sometiéndose a la trama arqutiectural. La arquitectura es, en estas condiciones, archiestructura: el sistema de los sistemas. La piedra clave de la sistematicidad en general, impone la concordia de las lenguas y garantiza la legibilidad universal. Templo del sentido, domina y totaliza las producciones significantes para volver a lo mismo, a confirmar su sistema monológico.” La filosofía –dice Karatani– es otro nombre de esta voluntad de arquitectura(r) [will to architecture].”

Sin embargo, esa imagen de la arquitectura y del arquitecto, son una ficción. Según Karatani, “Platón admira al arquitecto como metáfora pero desprecia al arquitecto como trabajador terrenal, porque el arquitecto real, e incluso la arquitectura misma, están expuestos a la contingencia.” Nada tiene menos importancia para la realidad de la arquitectura –agrega– “que la idea de que es la realización de un diseño en tanto idea. Muchos otros factores críticos están involucrados, como la colaboración con otros miembros del equipo y el diálogo con el cliente. El diseño, como se concibe inicialmente, esta invariablemente destinado a transformarse en el curso de su ejecución.” Ningún arquitecto –dice Karatanipuede predecir el resultado. “Ninguna arquitectura está libre de su contexto. La arquitectura es un acontecimiento por excelencia en el sentido que es un hacer o un devenir que excede el control de quien lo produce.”

Otro título del libro de Till podría haber sido el del segundo capítulo: Tiempo, espacio y arquitectura Lo-Fi –opuesta a la arquitectura de alta fidelidad Hi-Fi–, invirtiendo, parcialmente, el título de la clásica obra de Siegfried Giedion, publicada en 1942, Espacio, tiempo y arquitectura. El movimiento clave de Giedion fue –explica Till– “tratar a la arquitectura como ‘índice’ de ciertos aspectos de la modernidad; toma estos elementos transitorios y los pone a disposición de la representación arquitectónica. Así, estetiza y tecnifica el flujo moderno, despojándolo de su contingencia. Su concepto central, espacio-tiempo, que él relaciona con los desarrollos contemporáneos en la ciencia y el arte, efectivamente congela el tiempo y vacía al espacio de cualquier contenido social.” Emprende así Till, en ese capítulo en especial, una reintroducción del tiempo –perdido– en el o, mejor, los procesos de la arquitectura. 

En su libro Dédalo, el héroe, Jean-Pierre Le Dantec contrapone a Dédalo –el constructor [tecton] arquetípico, padre de la arquitectura– y a Brunelleschi, padre, éste, de la arquitectura moderna. De la arquitectura dedálica dice Le Dantec que, “aunque sea un producto del saber y de la reflexión, hace uso de otro tipo de inteligencia, propia del tecton, que no es la inteligencia teórico-conceptual: la metis.” Citando el trabajo de los helenistas Marcel Detienne y Jean-Pierre Vernant, Le Dantec describe esta otra inteligencia como “esencialmente polimorfa y astuta. Lejos de quererse una imposición del pensamiento teórico sobre lo real, traduciendo la superioridad del logos sobre el mundo sensible, la metis, dirigida a la obtención de resultados prácticos, tiene por método la aproximación (eventualmente iterativa) y, fundamentalmente, la estratagema que le permite voltear a su favor ‘realidades cambiantes que no se prestan ni a medida precisa ni a razonamientos rigurosos’.” Del otro lado está Brunelleschi. No el Brunelleschi inventor de máquinas constructivas –de estratagemas, digamos– para completar el domo de Santa María de las Flores, sino el Brunelleschi que demuestra la precisión y objetividad de los métodos perspectivos, abriendo así el campo a concebir la arquitectura como prefiguración y al arquitecto como productor de imágenes que deberán, después, ser construidas. 

Brunelleschi tenía formación de artesano y orfebre. Era capaz de elaborar modelos a escala que [de]mostraban a quien realizaba el encargo cuál sería el resultado final y, por tanto, estaba plenamente preparado para ocupar el nuevo papel que desde el Renacimiento debía representar el arquitecto. Según Tomás Maldonado, “no hay duda de que el empleo de la maqueta tuvo una parte determinante en el nacimiento y en la consolidación de la figura del arquitecto, una figura diferente de la del maestro de obra medieval.” Para Maldonado, la necesidad de este nuevo personaje –el arquitecto como autor[idad] que visualiza y fija la obra aún antes de ser construida– tiene un origen socio-económico. “A partir del Renacimiento, los plazos se abrevian y el que encarga las obras se individualiza y se personaliza cada vez más. En otras palabras, esa persona muestra cada vez más interés en ver anticipadamente el desarrollo del edificio que quiere realizar. Los diferentes mercaderes y príncipes querían tener una maqueta lo más fiel posible al producto final.” Más aún, para Maldonado “es esta exigencia de comunicar el proyecto, de satisfacer el deseo que tenía el contratante de ver anticipadamente, lo que está en el origen de la profesión de arquitecto. En suma, el arquitecto nace con la función de visualizar.”

La demostración práctica que hace Brunelleschi de la objetividad y precisión de la perspectiva como forma de representar la realidad y, por tanto, de prefigurarla, es el momento fundacional de la concepción del arquitecto como visualizador y de la arquitectura como imagen. Le Dantec da un paso más allá y dice que es también origen del sujeto cartesiano: “la revolución filosófica de Descartes se sostiene en una revolución arquitectural anterior; es, en el orden del discurso, algo así como la culminación de la revolución brunelleschiana en el campo de la arquitectura.” Y Descartes, esto según Jean Wahl, desconfiaba del tiempo; pensaba el cogito como algo instantáneo: pienso-soy. El luego de “pienso luego existo” no implica ninguna sucesión temporal sino la inminencia de una revelación: porque pienso soy. De la arquitectura que se previsualiza e imagina podría decirse algo similar: porque la piensan es –al menos esa es la hipótesis. Por eso Bataille decía que sólo se puede proyectar desde la negación del tiempo: asumiendo que todo aquello que suceda entre la concepción y la ejecución no tiene ninguna importancia en la producción de la obra –que, por tanto, preexiste a su ejecución.

Al reintroducir el tiempo Till no invierte simplemente la relación entre concebir y construir, privilegiando el segundo término –afirmando que sólo lo construido es arquitectura. Al contrario, Till muestra que toda la arquitectura es construida, es decir, resultado de un proceso sometido a una multiplicidad de condiciones variables, contingente por tanto. La arquitectura se construye desde que se dibuja. Y aquí Till plantea una crítica del dibujo como mera representación. La debilidad final de la representación arquitectural –dice– reside en su edición del mundo y al “transferir esa emasculación a la producción de edificios, la arquitectura se revela impotente de cara a  fuerzas que, intencional y convencionalmente canceladas, volverán a cazarla.” La solución está en “reintroducir el tiempo en la representación” –o, dicho de otro modo, desmantelar la idea misma de re-presentación. “No están dibujando edificios –dice Till a sus alumnos– están dibujando ideas.”  Y dibujar ideas abre “los distintos pasos comunicativos de la producción arquitectónica –comunicativos tanto para los mismos arquitectos como para su público–” a una complejidad que “no puede resumirse en un sistema de representación único.”

El tiempo y la comunicación son así temas centrales del argumento de Till de los que se desprende un tercer tema: la condición ética de la arquitectura. En todo su libro Till desarrolla algunas ideas del filósofo judío-polaco Zygmunt Bauman. Igualmente respecto a la ética. “Mi entendimiento de la ética está informado por Zygmunt Bauman –dice– quien a su vez reconoce ‘al más grande filósofo ético del siglo veinte’, Emmanuel Levinas, para quien la ética se define, simplemente, como ‘ser-para-el-Otro’.” En su libro El tiempo y el otro, Levinas dice que “el tiempo no remite a un sujeto aislado y solitario, sino que se trata de la relación misma del sujeto con los demás.” El tiempo son los otros. El tiempo no es sólo eso que, como dice Deleuze comentando a Kant, me separa a mi de mi mismo [Je suis séparé de moi-même par la forme du tems], sino que también me coloca entre y ante los otros. Podemos volver con esto a Karatami y su idea de la relación entre contingencia y arquitectura: “la contingencia no implica que, en oposición al ideal del diseñador, la arquitectura real resulte secundaria y en constante riesgo de colapsar. Más bien, la contingencia asegura que ningún arquitecto es capaz de determinar un diseño libre de relacionarse con el ‘otro’ –el cliente, su equipo y otros factores importantes en el proceso de diseño. Todos los arquitectos se enfrentan a este otro. La arquitectura es, por tanto, una forma de comunicación condicionada a darse sin reglas comunes –es una comunicación con el otro quien, por definición, no sigue el mismo juego de reglas.” Abierta al tiempo y, por lo mismo, al otro, la arquitectura depende, abriéndose camino –para citar otra vez a Levinas– a “un pluralismo que no se fusiona en una unidad.”

menos arquitectura moderna


desde archinect dos notas sobre demoliciones. una pequeña subestación en el IIT, diseñado por mies van der rohe –seguramente no la mejor muestra de su trabajo–, que se interpone en los planes del metro, y una iglesia –la third church of christ, scientist– diseñada por araldo cossutta en la oficina de i.m. pei, que parece no ser del agrado de la congregación que la utiliza y que será demolida, tras una batalla legal de casi veinte años, bajo el argumento de que su mantenimiento y restauración es incosteable.

18.5.09

representación y desempeño


tras lo del arco recordé haber leido en eikongraphia la distinción que hizo sylvia lavin entre simbolismo o representación y desempeño o performance en una conferencia en el berlage. según el blog, lavin ejemplificó la diferencia con un par de dildos, uno simbólico y otro diseñado para un mejor desempeño –"habló por su propia experiencia".
si intentamos una clasificación de los proyectos presentados al concurso del arco del bicentenario bajo estas dos columnas, ¿cómo se ordenarían?

14.5.09

luz segura : condón para focos


desde dezeen esta idea del diseñador ingo maurer. por considerar que los focos traslúcidos o satinados iluminan menos que los transparentes, las nuevas normas europeas prohibirán el uso de los primeros. maurer dice que la diferencia entre la capacidad lumínica de ambos focos, medida en lúmenes, es mínima y la normativa una tonteria. para protegerse de tal estupidez y poder tener focos blancos, traslúcidos, maurer ha diseñado este condón para focos hecho de silicón resistente al calor. 

13.5.09

por quién no voy a votar

Que el voto sea secreto implica que no podemos ser obligados a revelar ni nuestras intenciones ni nuestra decisión final. Pero, a veces, decir por quién votaremos y, sobre todo, por quién no lo haríamos bajo ninguna circunstancia, se revela neceario.
Como escribió ayer Germán Dehesa, "no votar por el PRI es un deber ético puesto que implica no votar por los ladrones, por los que saquearon de tal modo a este país que lo dejaron viviendo o sobreviviendo apenas, pero rodeado de incontables carencias."
Peor aun que el robo descarado, si se puede, la segunda mitad de los 70 años de su reinado, los priistas se dedicaron a olvidar, desatender o de plano desmantelar la infraestructura e institucionalidad que, en paralelo al robo y al autoritarismo, otros priistas habían construido en la primera mitad.
Votar por el PRI, hoy, sólo puede ser signo de imbecilidad o de cinismo, de idiotez o de complicidad.

9.5.09

no al príncipe

No en todos lados se cuecen igual las habas y hay lugares donde arquitectos reconocidos se atreven a decirle no al príncipe. Aquí la carta y los nombres de otra comunidad de arquitectos:

"A mediados de los años 80, el Príncipe Carlos públicamente destrozó varias obras de arquitectura modera, construida y aun no construida. Al hacerlo, utilizó su ifluyente posición real para internvenir en el proceso democrático de la selección de algunos proyectos, asegurándose, por ejemplo, de que el Secretario de Estado rechazara el diseño para la ampliación de la Galería Nacional.
Han pasado veinticinco años. A finales de marzo el presidente del Insituto Real de Arquitectos Británicios (RIBA) anunció que el Príncipe Carlos dictaría la conferencia anual de la Fundación RIBA el 12 de mayo. En una semana, la prensa ha reportado que el Príncipe Carlos ha re-establecido su técnica de mediados de los años 80 buscando dejar fuera a la arquitectura moderna en favor de su estilo preferido de arquitectura, descartando el diseño de Rogers Stirk y Harbour para las Barracas de Chelsea en favor de un diseño neoclásico.
El más reciente movimiento del Príncipe exhibe los signos destructivos de sus anteriores intervenciones, cuando intentó echar por tierra a la arquitectura moderna. Esta intervención debe enfrentar la resistencia de la profesión; no por el estilo arquitectónico en cuestión, sino porque sus acciones amenazan de nuevo un elemento importante de nuestro proceso democrático. A todos los arquitectos que valoran los procesos democráticos, les instamos a boicotear la conferencia del Príncipe en el RIBA el 12 de mayo."
Firmado por Peter Ahrends, Will Alsop, Ted Cullinan, Paul Finch, Tony Fretton, Piers Goug, MJ Long, Ian Ritchie y Chris Wilkinson.


7.5.09

la educación profunda


En una nota en sus Escritos sobre Leonardo da Vinci, Paul Valéry escribe: la educación profunda consiste en deshacer la primera educación. La educación profunda y –aunque así no lo diga Valéry– auténtica, definitiva, viene después de la primera, superficial y provisional. La deshace, la desmantela; si la palabra hubiese estado de moda entonces, Valéry tal vez hubiera dicho la deconstruye. Comienza diciendo: “la mayoría de la gente ve con el intelecto mucho más a menudo que con los ojos”. Lo que vemos se conforma a lo que sabemos y no a lo que está ahí “realmente”, “afuera.” “Una forma cúbica, blanquecina, alta y horadada por reflejos de cristal es para ellos –dice–, inmediatamente, una casa: ¡la casa! Idea compleja, concordancia de cualidades abstractas. Si cambian de lugar las ventanas y la traslación de superficies que desfigura continuamente su sensación, se le escapan… pues el concepto no cambia. Perciben más bien según un léxico que según su retina.” El postulado de Valéry puede resumirse en que somos educados para ver lo que debemos ver y no vemos lo que podemos ver. Lo que realmente está ahí para ser visto, tiene una trayectoria larga y compleja en la historia de la filosofía de la percepción. Lo más interesante es que Valéry vincula al intelecto que estorba la visión pura de las cosas con una educación, la primera, cuyos efectos otra, la profunda, puede desmantelar. Valéry sigue de algún modo a cierta fenomenología moderna que se empeñó en entender la percepción antes de cualquier juicio, que siempre es un prejuicio inducido por una historia cultural o, dicho de otro modo, por una educación.

La versión radicalmente opuesta del mismo problema –el de la visión y la educación– sostiene que sin intelecto nada veríamos; que si la visión no es inteligible simplemente no es visión. Por ejemplo, en su cuento El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, Oliver Sacks presenta al Dr. P., un músico notable afectado por agnosia visual: la incapacidad de reconocer lo que ve como lo que es. El Dr. P. describe una flor como una forma roja y con circunvoluciones dotada de un soporte lineal de color verde, incapaz de reconocerla como flor. Precisamente porque el Dr. P. veía sólo con los ojos y no con el intelecto, Sacks concluye que carece de la facultad de ver. No sólo la mayoría, toda la gente –normal, sin afecciones como la del Dr. P.– ve con el intelecto y no con los ojos o, precisando: la visión humana no se da en el puro ojo sin intelecto.

No podemos ver en tanto humanos, pues, si no somos educados, producidos, construidos a ver en tanto humanos. “Si los seres humanos nacieran humanos –dice Jean-François Lyotard en su libro Lo inhumano–, como los gatos nacen gatos (con pocas horas de diferencia), no sería, ni siquiera digo deseable, lo cual es otra cuestión, sino únicamente posible educarlos. Que deba educarse a los niños es una circunstancia que no proviene más que del hecho que no están del todo dirigidos por la naturaleza, ni programados.”

Sea pues: no nacemos siendo humanos, no tenemos (una) naturaleza. Nos auto-producimos y co-producimos en tanto humanos. La educación, la cultura y la política –que bien entendidas son lo mismo– se encargan de eso. El filósofo alemán Peter Sloterdijk dice: la política es el arte de una comunidad humana de repetirse en otras generaciones. La producción de humanos complementa y suplementa la reproducción fisiológica de homínidos bípedos y más o menos lampiños.

¿Se equivocó Valéry? No del todo. Recordemos que escribe lo citado hablando de Leonardo, que como muchos otros creadores –aunque no sea norma – se niega a reproducirse para dedicarse con mayor ímpetu a la producción de humanidad. Cómo se puede ver –oler, sentir, oir– más –no mejor, no lo real o lo auténtico: más-: deshaciendo la primera educación mediante otra, profunda, complemento y suplemento de la primera. En otra nota al mismo párrafo, Valéry dice que “una obra de arte debería enseñarnos siempre que no habíamos visto lo que estamos viendo”. Que no lo habíamos visto no porque ahora veamos lo que realmente es sino, simplemente, porque ahora vemos más; en otras palabras, porque ahora hay más ser.

Ésa es la compleja y muchas veces turbulenta relación entre creación y educación. La educación nos enseña a ver, nos hace ver, pero condicionándonos a reconocer siempre lo mismo, del mismo modo y bajo las mismas condiciones. Sin la creación, la educación se agota encerrada sobre sí misma. La creación sirve para reconocer lo otro y así ampliar, agrandar nuestro mundo. Sumemos a lo dicho por Valéry las ideas de otro poeta francés, el precoz y temible Rimbaud: la educación profunda procede –como el poeta– “por medio de un largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos”, o, mejor, del sentido de todo lo sentido. ¿Para qué? Para poder sentir más y con más sentido.

Largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos. Tanto quienes privilegian cierta sensibilidad exacerbada como explicación de la creatividad, como quienes se adhieren a particulares formas de desarreglo de ella, generalmente se despreocupan de la primera parte: la exigencia de un proceso largo, inmenso y, sobre todo, razonado –y por lo mismo razonable. El que el largo, inmenso e intenso proceso de educación profunda, de desarreglo de todos los sentidos, que nos permite sentir más y darle otros sentidos a lo sentido sea razonable implica que sea comunicable, compartible, dotado de cierta(s) lógica(s), es decir, de logos: la forma propiamente humana de producir sentido. El desarreglo de los sentidos, pues, sólo tiene sentido si, al final de tal proceso, el sentido o, mejor: los sentidos, resultan enriquecidos, multiplicados y de forma tal que puedan comunicar a su vez más sentido: enseñándonos el sentido de sentir lo que estamos sintiendo.

Texto aparecido en tomo

6.5.09

el crítico y el medium (no le toca a saarinen)






Hoy en la sección cultural de Reforma, Antonio Toca opina también sobre "el arco que no fue." Los argumentos de Toca son tres:
  1. El Arco debía ser un símbolo. En esta guerrilla de (im)precisiones semánticas –qué es un arco, qué no– hay que recordar que los gobiernos Federal y de la ciudad de México convocaron a un concurso para el anteproyecto de "un Monumento (Arco) conmemorativo de la celebración del Bicentenario de la Independencia de México." En el mismo punto de la convocatoria se aclaraba que esa "obra Monumento (Arco)" debería "ser un hito urbano-arquitectónico, emblemático del México Moderno y un espacio de conmemoración en el Paseo de la Reforma." No se habló en ninguna parte de un símbolo.
  2. Una obra no es un símbolo. El jurado –dice Toca– "no se dio tiempo para saber distinguir entre un símbolo y una obra." Unas líneas antes Toca habla de "la diferencia fundamental que hay entre un edificio y un símbolo." Asumo entonces que usa obra como sinónimo de edificio o construcción y no en el sentido, que resultaria equívoco para su afirmación, de obra de arte –las que de hecho pueden ser simbólicas. Pero también un edificio o una construcción pueden ser simbólicos. Es uno de los argumentos de la teoría estética de Hegel, por ejemplo, donde habla específicamente de arquitectura simbólica. También es uno de los argumentos de Robert Venturi y Denise Scott Brown al dividir la arquitectura entre edificios o construcciones "pato" –"cuando los sistemas arquitectónicos de espacio estructura y programa quedan ahogados y distorsionados por una forma simbólica global"– y tinglados decorados –"cuando los sistemas de espacio y estructura están directamente al servicio del programa y el ornamento se aplica con independencia de ellos" o no se aplica. La distinción fundamental entre edificio y símbolo que apunta Toca no es, entonces, tan clara. Al contrario, esa diferencia articula de cierto modo aquella entre mera construcción y arquitectura y ha sido críticamente cuestionada e incluso invertida por lo menos desde hace un siglo.
  3. Si Saarinen no hubiera muerto. Toca retoma la anécdota de Eero Saarinen llegando tarde al jurado de la Ópera de Sidney y rescatando el proyecto descartado de Utzön porque era el mejor símbolo para la ciudad. Toca afirma que el Ar(c)o de Pedro Ramírez Vazquez y Fernando Romero "es el símbolo que la ciudad de México necesita." Como "desgraciadamente Saarinen no fue parte del jurado" del Arco, Toca nos revela que ese proyecto no sólo es "el favorito de la mayoría" y, por supuesto, el suyo, sino que es "el símbolo que ese lugar debía tener." ¿Por qué? Porque es "un círculo de esperanza, identidad y unidad: una verdadera utopía que ahora necesitamos desesperadamente." Lástima que ni Saarinen, ni Toca, el nuevo Saarinen o, quizás, el medium que nos transmite las enseñanzas del maestro, fueran parte del jurado.
Toca emplea todo su texto en hacer combinaciones de estos tres argumentos aderezados de oportunos elogios a los creadores del Ar(c)o. No explica porqué el Monumento (Arco) conmemorativo debía ser, además, simbólico –si la única y la mejor manera de recordar y celebrar, hoy en el siglo 21, es con un símbolo.

Cuando Daniel Libeskind ganó el concurso para la nueva torre que sustituirá a las del WTC de Nueva York, Herbert Muschamp, en ese entonces crítico de arquitectura del NYT, escribió: "Con su altura simbólica de 1776 pies y su brazo levantado, la Freedom Tower es una pieza de grandilocuencia pretenciosa. Responde de una manera particular a un evento particular. Se nos impone por los gobernantes cuyas agendas políticas son oscuras. Y no habla por aquellos que pensamos que está mal nacionalizar simbólicamente el ground zero."

Esa pregunta es crucial: ¿un Monumento (Arco) conmemorativo y simbólico –según parece aconsejarnos Saarinen por la pluma de Toca– es la única, la mejor manera? ¿No se impone así una sola idea –de independencia, de revolución, de nación, etc.– a todos? ¿Realmente necesitamos desesperadamente una verdadera utopía –Toca dixit? ¿Por qué una utopía –sólo una? ¿Qué es eso, quién(es) lo decide(n)? ¿Por qué no varias realidades –para, ingenuamente, oponernos a las utopías–, o varias heterotopías quizás? ¿No tiene ese pensamiento mágico-simbólico que piensa que un ar(c)o puede convertirse en el símbolo que "necesitamos" –¿para qué?– algo de ridículo y sí, anacrónico? –pensamiento quizá compartido por muchos de los participantes en el concurso y, sin duda, problemática y acríticamente planteado desde el origen del mismo por los gobiernos Federal y de la ciudad de México. Algo que emparenta al arco y al anillo con los círculos mágicos pintados en algunos cruces de avenidas capitalinas para evitar, de algún modo jamás aclarado, accidentes.

En una entrevista radiofónica de 1970, el escultor americano Carl André, usando como ejemplo a la Estatua de la libertad, explicó "las tres fases del arte" tal como él las entendía. "Hubo un tiempo, dijo, en el cual la gente se interesó en la capa de bronze que recubre a la escultura. Luego vino un tiempo cuando los artistas se interesaron por la estructura interior diseñada por Eiffel. Hoy los artistas se interesan en la Isla de Bedloe, donde se encuentra la estatua."

Que artistas (y arquitecos, urbanistas, paisajistas y demás) se interesen hoy más por la parte infraestructuarl (el suelo) en vez de por la estructural o la simbólica, tiene que ver con aquello apuntado por Muschamp: ya no es posible –ni probablemente deseable– resumir un evento particular –y menos una serie compleja de eventos como aquellos que se resumen bajo los títulos simbólicos de Independencia y Revolución nacionales– de una manera particular. O, más bien, no es posible hacerlo sin marginar, evitar o simplemente borrar al otro. Parafraseando a Walter Benjamin: no hay monumento de la civilización que no sea al mismo tiempo un monumento de la barbarie.

el arco y el cerco

Aunque evidentemente opacado por la alerta sanitaria, el concurso para el Arco del Bicentenario sigue dando de qué hablar. El recuento puntual de Miquel Adriá que apareció en estas páginas un día después del fallo del jurado dejó bastante claro el asunto. Agrego unos cuantos comentarios al tema, empezando por la pertinencia del famoso arco.

El argumento de José Manuel Villalpando, coordinador nacional de los Festejos del Bicentenario, resulta tan ridículo que cae por su propio peso. “Creemos que es fundamental –dijo. La ciudad de México carecía de un arco, no hay un arco triunfal, un arco que represente quizás la unidad, quizás los valores más altos de la humanidad y que en las grandes capitales del mundo existen.”  Tampoco tenemos, por ejemplo, río, lago o frente de mar, como muchas grandes capitales. Pero retomar el proyecto de la ciudad lacustre suena complicado, exige habilidad política y, seguramente, no estará listo para inaugurarse en el 2010.

Por las propuestas entregadas, parece que buena parte de los 37 arquitectos democráticamente invitados al concurso, incluyendo al ganador, pensaron que tal cómo estaba planteado el concurso –sea en cuanto al sitio, sobre el eje de Paseo de la Reforma, o a la tipología, un arco– era una mezcla de necedad y torpeza. Prácticamente ninguno lo dijo. Jugaron –como ya dijo Miquel Adriá– a hacer lo que pensaron estaba bien sin decir lo que pensaban estaba mal. A los arquitectos no nos gusta ser críticos del poder.

La abrumadora mayoría de los 37 sigue pensando lo monumental como sinónimo de vertical y grande, como si, en asuntos de arte, arquitectura y urbanismo los últimos 40 años del siglo 20 no hubieran existido. Sólo tres propusieron otras formas de monumentalidad, horizontales, no representativas ni simbólicas. En algunos años, una historia crítica y objetiva del arte mexicano de la última mitad del siglo pasado nos dirá, quizás, que la escultura monumental no era lo nuestro. Piénsese en la Cabeza de Juárez, en el Coyote de ciudad Neza o en las viboritas de Mixcoac. También dirá, probablemente, que tratándose de monumentos los arquitectos eran peores escultores.

Con todo, pese a las maniobras de una anónima comunidad de arquitectos abajofirmante, el jurado escogió a uno de los mejores proyectos en la línea “alto, grande, con su dosis de simbolismo pero abstracto”, que probablemente dejaría medianamente satisfechos a quienes hicieron el encargo, a la otra comunidad de arquitectos –la que da nombres– y al público en general. Pero no fue así.

El público parece estar entre confundido y enojado con la elección. No es un arco y el concurso pedía uno. La defensa no ha sido del todo clara. Villalpando calla. Ernesto Alva dijo que “hay otras maneras de pensar un arco” y el único que lo ha dicho con claridad ha sido Felipe Leal: “no es un arco… la forma no importa.”  Javier Ramírez Campuzano, hijo de Pedro Ramírez Vázquez –quien, con Fernando Romero, quedó en tercer lugar–, piensa que el ganador, que no es un arco, debiera ser descalificado. Seguramente piensa también que se debe descalificar al segundo lugar, pues no es un arco. Como en concurso de Miss Universo o en Olimpiada, así el tercero ocuparía el primero –aunque siendo estrictos tampoco se trate de un arco, esto es, un segmento de curva, sino de un anillo, la curva completa, cerrada. Digamos que, entre arquitectos, hay algunos que cuando no reciben una asignación directa arrebatan.

En pleno cerco sanitario, algunas semanas después de que un corte en el sistema de suministro de agua de la ciudad nos reveló, por si hacía falta, la inminente crisis que se acerca debido a la perniciosa falta de planeación y mantenimiento oportunos, y sin tomar en cuenta la insuficiencia de transporte público eficiente, de espacios públicos adecuados, de políticas urbanas claras y coordinadas, no se puede dejar de pensar si es tiempo para monumentos. Entre líneas –es decir, bajo formas escultóricas de variable calidad, en plazas subterráneas y explanadas, en jardines y pasos a desnivel– algunos arquitectos murmuraron no.

4.5.09

refugios temporales



Desde A Daily Dose of Architecture algunas imágenes de arquitectura inflable que podría ser útil en tiempos del cólera, la influenza, el dengue o alguna otra pandemia.

el mapa del dr. snow

En agosto de 1854 un brote de cólera asoló el barrio londinense de Soho matando a 616 personas. La epidemia pasó a la historia, sin embargo, no por el número de muertes sino por el trabajo del doctor John Snow, uno de los padres de la epidemiología moderna, quien sostenía la transmisión oral del cólera, por vía de agua contaminada, oponiéndose a la teoría generalizada del miasma que sostenía que los males eran causados por aires o vapores maléficos –idea equivocada pero responsable de buena parte del higienismo de finales del siglo 19 y principios del 20 que recetaba aire fresco y buena iluminación como prevensión universal de casi todos los males. Parte fundamental del trabajo de Snow fue la elaboración de un mapa que con precisión localizaba a cada víctima de la epidemia. Steven Johnson, autor Sistemas emergentes, o que tienen en común hormigas, neuronas, ciudades y software, escribió también un libro al respecto: Ghost Map. Y aunque Tom Koch explica como ese famoso mapa ha sido reinterpretado y sobreinterpretado por cada comentarista –lo que debería quizás decirse de cada mapa valioso de la historia– Edward Tufte lo incluye como caso ejemplar de la manera de mostrar evidencia para tomar decisiones en su libro Visual Explanations. Para Tufte la importancia del mapa de Snow reside en su método:
  1. Colocar los datos en un contexto apropiado para poder evaluar la relación entre causa y efecto
  2. Hacer comparaciones cualitativas –cuándo, por ejemplo, 616 muertos son demasiados: si las defunciones tienen lugar en un radio de pocos cientos de metros y en tres o cuatro semanas el problema es distinto a si es el resultado en un barrio o en una ciudad y a lo lalrgo de un mes o de  un año.
  3. Tomar en consideración expliaciones alternativas y casos contrarios. Snow mapea incluso casos que parecen contradecir su teoría de la transmisión del cólera por agua contaminada. Snow registra el caso de una mujer muerta por la epidemia que vivía a una distancia considerable de Broad Street, epicentro de la enfermedad. Tratando de explicar el caso que aparentemente contradecía su teoría, Snow descubre que diariamente esta mujer enviaba un coche a llenar una botella de agua en la fuente de dicha calle, pues prefería su sabor.
  4. Valorar los posibles errores en los números reportados en las gráficas.
Lo más importante, según Johnson, fue que Snow no estaba interesado sólo en casos aislados, "sino en cadenas y redes, en el movimiento de una escala a otra."

Ahora que la pandemia de influenza A (H1N1) –por cierto, más allá de las explicables manifestaciones de discriminación que ha generado, hubiera preferido que en la historia de la patología entrara la gripa mexicana, en vez de tener que preguntarnos a cada estornudo si no habremos contraído la A (H1N1)– parece ser menos devastadora de lo que se temía, habrá que esperar una evaluación de la epidemia estadística, gráfica y geográfica, que pueda informarnos para futuras tomas de desición. Pese a las puntuales conferencias en las que el Secretario de Salud se esforzó por responder a casi cualquier pregunta –hubo, por ejemplo, una reportera que preguntó si se había valorado el efecto del cierre de restaurantes y gimnasios en el aumento de la obesidad, y Córdova, amablemente, intentó responder, aunque su cara dejaba ver lo que muchos pensamos–, las cuentas y los datos siguen desconcertando y, sobre todo, como apunta Jesus Silva Herzog en su texto de hoy en el Reforma, valorar la pertinencia de la reacción.

25.4.09

atmósferas

Olafur Eliasson interviniendo el Kunsthaus de Bregenz de Peter Zumthor



¿Puedo proyectar algo con esa atmósfera, con esa densidad, ese tono?
Peter Zumthor[1]
He comprendido que es imposible recrear una atmósfera
Aldo Rossi[2]

1. En una escena clásica de la película Hôtel du Nord, dirigida en 1938 por Marcel Carné, Monsieur Edmond (Louis Jouvet) le anuncia su partida a Raymonde, una prostituta que es su amante, interpretada por Arletty. Debo cambiar de aires, aquí me asfixio, le dice mientras cruzan un puente sobre el canal Saint Martin. Vámonos al mar, al extranjero dice ella. Daría lo mismo, contesta Edmond. “Debo cambiar de atmósfera y mi atmósfera eres tu.” A lo que Arletty, con su voz chillona, da una de las réplicas más memorables del cine francés: “es la primera vez que me tratan de atmósfera… ¡Atmósfera, atmósfera!, ¿que tengo jeta de atmósfera?”

2. “Cuando me pongo a pensar en arquitectura –escribe el arquitecto suizo Peter Zumthor– emergen en mi determinadas imágenes. Muchas están relacionadas con mi formación y con mi trabajo como arquitecto; contienen el saber que, con el paso del tiempo, he podido adquirir sobre la arquitectura. Otras –continúa– tienen que ver con mi infancia; me viene a la memoria aquella época de mi vida en que vivía la arquitectura sin reflexionar sobre ella.”[3] A renglón seguido, en tono ligeramente proustiano, Zumthor hace una breve descripción de la sensación al tocar el picaporte metálico en la puerta de entrada al jardín de su tía, del sonido de los guijarros bajo sus pies, del olor a pintura de aceite del armario de la cocina. Una cocina, dice, por demás ordinaria, sin nada especial, pero cuya atmósfera se ha fundido para siempre con su representación de lo que es una cocina. ¿Atmósfera, tengo jeta de atmósfera? –podría decir, si tuviera voz, aunque fuera chillona, la cocina o, en su caso, la arquitectura entera.

3. En su famoso ensayo La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, Walter Benjamin explica algo sobre la percepción de la arquitectura que se liga a esa manera de vivir la arquitectura anterior a cualquier reflexión que comenta Zumthor. Explicando el modo de recepción del cine por las masas, Benjamin dice que, desde siempre, “la arquitectura ha sido el prototipo de una obra de arte cuya recepción tiene lugar en medio de la distracción y por parte de un colectivo.”[4] La recepción de los edificios, según Benjamin, sucede de acuerdo a dos modos: por el uso o por la percepción, “de manera táctil o de manera visual.” De cuerpo entero: por la costumbre o el hábito –es decir, habitándolos–, o prestándoles atención: viéndolos desde afuera –incluso si estamos dentro. La cocina resumida –reducida, como se dice de una salsa– a una atmósfera –en la sucesión indisoluble de picaporte, guijarros y pintura de aceite del armario– es un hábito, algo que se nos ha pegado al cuerpo, que, incluso, ha conformado nuestro cuerpo. No la vemos, la sentimos o, mejor, la resentimos –como re-siente Swann a Combray en el olor –¿la atmósfera?– de la magdalena.

4. Eugenio Trías plantea en su teoría estética que música y arquitectura son artes primordiales –arcaicas y arqueológicas les llama– que determinan nuestros ambientes. Lo ambiental –dice–  constituye el nexo entre el territorio y el cuerpo. Para Trías, la arquitectura y la música “dan forma a un ambiente y determinan el carácter y la cualidad de la atmósfera, del aire que se produce entre el cuerpo y el ambiente.”[5] Por su parte Zumthor argumenta que en la música es muy claro lo que constituye una atmósfera: una percepción que apela a cierta sensibilidad emocional y que funciona a una velocidad increíble.[6] Es información que se comprende sin necesidad de ser sometida a ninguna reflexión o análisis, que se vive antes de reflexionarse, o, como sugiere Benjamin de la arquitectura, que se entiende sin necesidad de un tipo de atención específico, sino al contrario, distraídamente. “Entro en un edificio –escribe Zumthor– veo un espacio y percibo una atmósfera y, en décimas de segundo, tengo la sensación de lo que es.”

5. Se trata, tal vez, de sensaciones envolventes, de nuevo como en el cine. “En el cine –escribe Zumthor a propósito de cómo estructurar secuencias– nunca me canso de aprender. Yo intento hacer lo mismo en mis edificios.”[7] ¿Hacer qué? Producir imágenes –como las que emergen cuando se pone a pensar en arquitectura– que se refieren a –que provocan, podríamos decir– atmósferas fundidas para siempre con la representación de lo que algo es. Atmósferas y esencias. Recordemos que, según el diccionario, una esencia, además de “aquello que constituye la naturaleza de las cosas,” es un “extracto líquido concentrado de una sustancia generalmente  aromática.” Atmósferas e imágenes. Estas imágenes no debemos verlas como cuadros, como cosas para ser –sólo– vistas. Sino como bloques autónomos de sensación-sentido. Una imagen, digamos, es un compuesto –un concentrado, una esencia– que habitualmente nos hace pensar en ciertas cosas, nos produce ciertas sensaciones. Algo más: las cosas en que nos hace pensar, las sensaciones a las que nos refiere la imagen, no están más allá de la imagen –afuera. Son parte de la imagen misma. De la imagen dice Octavio Paz que reproduce el momento de la percepción, que nos hace recordar lo que hemos olvidado –pensemos de nuevo en Proust– y que se explica a sí misma: “sentido e imagen –agrega– son la misma cosa.”[8]

6. En un librito que se llama Sobre los espacios: pintar, escribir, pensar, el filósofo José Luís Pardo dice que Wim Wenders propone una distinción entre imágenes e historias. Según Pardo, lo que Wenders califica como imágenes –y que para él tienen preeminencia para él sobre las historias– puede ser entendido más ampliamente como escenarios o espacios –¿ambientes?,¿atmósferas? Las imágenes son absolutas, absueltas de relaciones con algo distinto a ellas mismas. Si las imágenes son su propio sentido es al límite, en el grado cero del sentido. El sentido de las imágenes –o, retomando lo dicho anteriormente, un sentido que trascienda su propio sentido en tanto imágenes, que apunte hacia afuera de la imagen misma– viene determinado –dice Pardo– “por la inserción de esas imágenes en una trama argumental que gobierna su secuencia. Cuando eso sucede –agrega– ya estamos en el terreno de las ‘historias’: las imágenes dejan entonces de valer por sí mismas y en su singularidad, para adquirir un valor relativo al lugar que ocupan en esa serie.”[9]

7. Si eso vale para las imágenes pensadas como espacios, para los espacios, en tanto imágenes –como las describe Zumthor–, podríamos decir lo mismo. Sueltos, absueltos de cualquier relación, de cualquier secuencia y consecuencia narrativa –en el cine– o programática –en la arquitectura–, son atmósferas, ambientes que nos envuelven y cuyo sentido reposa en ellos mismos –ambientes o atmósferas sin afuera. La cocina, digamos, no vale por aquella otra de la tía: no es su simulacro o representación. Vale porque su atmósfera es la de la otra cocina –no una recreación ni una reproducción, imposibles en el caso de las atmósferas, según pensaba Aldo Rossi, sino la atmósfera misma, ¿la esencia? Más allá de una semejanza entre dos sensaciones –dice Deleuze–, en esa coincidencia y complicidad entre dos signos sensibles distantes y distintos –como la magdalena y Combray– “descubrimos la identidad de una misma cualidad en una como en otra.”[10] Sin embargo, también dice que estos signos sensibles, más allá de su poder evocador y las remembranzas que suscitan, no son arte: “tanto si se dirigen a la memoria como a la imaginación, sólo podemos decir que están antes del arte, y no hacen más que conducirnos a él, o están después del arte, y de él sólo captan los reflejos más cercanos.” ¿Por qué entonces la insistencia, casi nostálgica, no sólo de Zumthor, también, de nuevo, de Rossi por ejemplo, y de muchos otros más, de atender a la vida tal cual, a lo real, de recuperar ese espacio perdido, esa atmósfera ordinaria y, en el fondo, tan auténtica? ¿Dé dónde está búsqueda del momento de la sensación verdadera resumido –reducido, de nuevo– en una atmósfera, un ambiente?

8. Para Peter Sloterdijk, quien desee comprender la originalidad del siglo 20, ha de tener en cuenta: la praxis del terrorismo, la concepción del diseño del producto y las ideas sobre el medio ambiente.[11] Estas tres condiciones de la modernidad tardía se encuentran en el verdadero inicio del siglo pasado, más allá del comienzo cronológico: la primera guerra mundial y, más específicamente, el 22 de abril de 1915, con la primera utilización masiva de gases como medio de combate, desplazando la atención –y la tensión– del cuerpo del enemigo a su medio ambiente.[12] Auque parezca un mero eufemismo sofista, en la guerra moderna no se mata al enemigo, sólo se hace imposible que sobreviva. Así, Sloterdijk confirma y complementa de cierta manera la idea del filósofo francés Georges Canguilhem quien, a mediados del siglo pasado, afirmó que la noción de medio estaba en proceso de convertirse en una manera universal y obligatoria para registrar la experiencia y la existencia de los seres vivos.[13] Ahora no sólo cada uno de nosotros –cada yo, cada sujeto–, sino cada ser, cada objeto incluso es algo más que eso mismo: es eso y su circunstancia, su ambiente –un ambiente que es más que la cosa misma pero que no deja de ser una mónada-mundo, aislado, suelto.

9. “Un ambiente se define como una atmósfera –escribió Brian Eno en las notas a su grabación de 1978 Music for Airpots / Ambient 1–, una influencia que nos envuelve: un tinte.” Un tono, dirá Zumthor. Para Brian Eno el modelo de su música ambiental era aquella música simplona diseñada desde los años 50 por la compañía Muzak para, al mismo tiempo, generar entornos agradables y pasar desapercibida. No es necesario ser un gran conocedor, ni siquiera un amante de la música para afirmar una diferencia radical entre, digamos, Mozart y Muzak. Pero cuando Zumthor postula que algo parecido ocurre en arquitectura –“aunque no tan poderosamente como en la más grandes de las artes: la música”[14]–, en lo que está pensando es en una “arquitectura como entorno,”[15] una arquitectura que se recuerde “inconscientemente,”[16] como una imagen. Una arquitectura sutil y ligera que –cómo decía Eno de su música ambiental– pueda ser “tan ignorable como interesante.”


[1] Peter Zumthor, Atmósferas, traducido por Pedro Madrigal, Gustavo Gili, 2006, p.19
[2] Aldo Rossi, Autobiografía científica, traducido por Juan José Lahuerta, Gustavo Gili, 1998, p.14
[3] Peter Zumthor, Pensar la arquitectura, traducido por Pedro Madrigal, Gustavo Gili, 2005, p.9
[4] Walter Benjamin, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, traducido por Andrés E. Weikert, Itaca, 2003, p.93.
[5] Eugenio Trías, Lógica del límite, Destino, 1991, p.55
[6] Peter Zumthor, Atmósferas, p.13
[7] Ibid., p.45
[8] Octavio Paz, El arco y la lira, FCE, 1986 (1956, 1ª), p.110
[9] José Luis Pardo, Sobre los espacios: pintar, escribir, pensar, Serbal, 1991, p.11
[10] Gilles Deleuze, Proust y los signos, traducido por Francisco Monge, Anagrama, 1972, p.69
[11] Peter Sloterdijk, Esferas III, Espumas, traducido por Isidoro Reguera, Siruela, 2006, p.75
[12] Ibid., p.79
[13] Georges Canguilhem, La connaissance de la vie, Hachette, 1952, p.160
[14] Peter Zumthor, Atmósferas, p.13
[15] ibid., p.63
[16] Op.cit., p.65

el culto postapocalíptico a los monumentos


Tras el curioso caso de los arquitectos y el (no) arco del bicentenario –con proyectos abierta y expícitamente críticos o irónicos y otros que debieran urgentemente ser redefinidos como tales por sus autores antes que supongamos mal gusto o crasa incompetencia, incluída la oportunista defensa de "las bases" del concurso de parte del tercer lugar (que nos hace pensar que hay arquitectos que cuando no obtienen encargos por designación directa arrebatan)– hace bien ver este extraño caso de las Piedras Guía de Georgia, presentado en Wired.

1.4.09

la mala educación

Hoy -domingo- a REFORMA lo acompaña el suplemento Universitarios y su clasificación de las "mejores universidades" para este año. A partir de encuestas realizadas entre alumnos, profesores y empleadores, se califica, carrera por carrera, a distintas universidades. Los resultados pueden interpretarse de varias maneras excepto, supongo, como un termómetro fiel de la situación real de la educación. Entre académicos, por ejemplo, la Facultad de Arquitectura de la UNAM supera, con 9.11 de calificación, a todas las escuelas privadas -siendo la más alta la Ibero con 8.44. Entre empleadores, también la UNAM encabeza el listado, con 8.80 y la Ibero también secunda con 8.83 -la diferencia se acorta. En cambio entre alumnos la Universidad La Salle gana, con 8.69, seguida por el Tec de Monterrey Campus Ciudad de México (8.64). La Ibero queda en tercero (8.62), después la Universidad Marista (8.54) y en quinto la UNAM con 8.48 de calificación.

Lo anterior podría significar cosas distintas. Que profesores y empleadores -quienes, esquemáticamente, "saben más"- tienen en mayor estima a la universidad que los alumnos colocan en quinto lugar. O que buscan en los egresados características distintas a las que estos valoran en su educación. O que los alumnos de la UNAM son más exigentes con su propia escuela que aquellos de las cuatro universidades que la aventajan. O todas las anteriores. O ninguna. O algunas combinaciones que aquí no aparecen.

Soy egresado de La Salle -confesión que nunca hago sin reservas- y profesor en la Ibero, además de haberlo sido en un par de universidades privadas más -el Tec y la Anáhuac del Norte- y fugazmente en la Facultad de Arquitectura de la UNAM. Y aunque no tenga mayor peso mi opinión basada en esa experiencia que el resultado de una encuesta, me cuesta concederles a esos datos otro valor que el de revelar prejuicios combinados de estudiantes, profesores y empleadores.

Por coincidencia encontré hace unos días un artículo publicado también en este diario en enero del 2008 con declaraciones de Andreas Schleicher, director del Programa Internacional de Evaluación de Estudiantes de la OCDE. El título era por demás claro: "Critica OCDE simulación ante fallas en enseñanza". El artículo seguía al glorioso cuadragésimo noveno lugar que ocupó México -entre 57 países- en la mentada evaluación. Schleicher afirmaba que los bajos resultados implicaban la imposibilidad para "distinguir entre ideologías, creencias o ideas", el escaso desarrollo del conocimiento científico y el privilegio de la memorización sobre el razonamiento. Visto así, los resultados de la encuesta poco importan: la mala educación es endémica aquí.

En México hay más de un centenar de escuelas de arquitectura, y quienes estudiamos o enseñamos en algunas de las que ocupan los primeros lugares del hit parade debemos entender y asumir el peso del término usado en el encabezado de la entrevista a Schleicher: simulación. Seamos claros: la enseñanza de la arquitectura en México deja mucho que desear, en parte porque primaria, secundaria y preparatoria dejan mucho que desear.

Y también porque, en general, la arquitectura en México deja mucho que desear. No diré que no hay buenos arquitectos en México, los hay. Pero eso no implica el buen estado de la arquitectura como disciplina, como forma cultural y su enseñanza -y lo que debe acompañarla: investigación, producción de conocimiento, etc. Me enfada coincidir con el conservador antidemocrático, pero es un hecho que la calidad académica o educativa no es algo a determinar mediante procedimientos estadísticos. Basta de simulaciones y, cada uno -alumnos, profesores y empleadores- réstenle a la calificación de su escuela el número que pensaron y divídanlo entre dos.

P.S. A la salida del concierto de Radiohead el domingo antepasado, 40 ó 50 mil personas nos encontramos en la calle a media noche con el metro cerrado y ningún tipo de transporte público disponible a la redonda. Algunos taxistas hicieron su agosto cobrando lo que quisieron y hubo incluso microbuses de a veinte pesos. No puedo entender cómo un gobierno tan preocupado por tener a sus ciudadanos de regreso en sus camas a las 3 de la mañana no tenga ningún plan especial de transporte para un acontecimiento del que dudo no hayan tenido noticia. Sólo se me ocurren dos posibilidades: incompetencia o desinterés.

4.3.09

el arco

Arco triunfal dibujado por Adolf Hitler en 1925 (algo más sobre Hitler y su arco en Cabinet)

Era de esperarse. El Gobierno Federal y su contraparte capitalina, pese a sus notorios y conocidos desacuerdos, tuvieron un punto de encuentro en la ocurrencia de celebrar el Bicentenario con un anacrónico monumento sobre Reforma, a la entrada de Chapultepec, a unos metros del que festejó el primer siglo de la independencia nacional -como si las cosas no hubieran cambiado en 100 años. Probablemente a los respectivos asesores de cada gobernante les fue imposible convencerlos de que, cual cada uno declaró en su momento, un paliativo a la crisis económica es la inversión en infraestructura y que podían seguir bautizando cada nuevo puente, presa, línea de metro o pavimento de banqueta como "del Bicentenario." ¿Qué mejor, señor mío -habrán dicho- que tapizar el territorio nacional con la infraestructura -siempre necesaria- del Bicentenario! Además -pudieron haber agregado-, ya es hora de renovar muchas de esas obras, ya centenarias, hechas por Díaz en 1910. Precisamente -pensó en voz alta cada príncipe. ¿Quién recuerda los mercados, las escuelas o los ferrocarriles de Don Porfirio? -o "del dictador", habrá dicho el otro. En cambio, cada vez que tenemos algo que celebrar -la boda o el triunfo de la selección nacional- corremos al Ángel. Los monumentos sí sirven, señores. Se recuerdan y nos recuerdan nuestra identidad -dijo inspirado, casi poético el mandatario. Vean, por ejemplo -continuó- el Monumento a la Revolución. Iba a ser Palacio Legislativo -interrumpió un consejero atrevido. Exacto -enfatizó, mientras con la mirada reprobaba el atrevimiento del asesor. Y si lo hubieran terminado, nadie hubiera ido más que a manifestar su enojo o su desacuerdo. Así, vacío, sin otro uso que el propio de un monumento, el edificio trasciende la necesidad para convertirse en arte -esto último lo dijo con tono casi filosófico, entornando la mirada y pensando, por un momento, que la idea de convertir al Palacio inconcluso en Monumento había sido suya. Ninguno se atrevió a recordarle que a ese monumento no va tanta gente como al Ángel. Pero señor -dijo otro-, recuerde a Mitterrand, para el bicentenario francés amplió un museo, construyó una biblioteca y un parque, un ministerio, una ópera y hasta un Arco en la Defensa que funciona como edificio de oficinas. ¡Eso! -dijo entusiasmado el jefe. Después de la palabra Arco había dejado de escuchar, ni donde ni para qué ni cómo. Sólo pensó en Roma, en los Luises, en Napoleón. Soñó un arco que fuera la puerta simbólica de la ciudad, bajo el cual pudiera pasar en compañía de distinguidísimos invitados en un auto negro descapotable. ¡Hagamos un arco! ¿A quién se lo encargamos? Los asesores se vieron unos a otros preocupados. Entendieron que ya no había vuelta atrás. Que sus respectivos jefes se habían lanzado en un triple mortal y se pusieron a buscar la mejor red. Un concurso -dijo uno. Abierto e internacional -dijo otro. Así hicieron los franceses. De ninguna manera señores. Eso es muy complicado -dijo el jefe-, esa gente hace todo con demasiada anticipación. Nosotros tenemos que inaugurar nuestro Arco el 15 de septiembre de 2010. ¿Podría ser el 20 de noviembre, Señor? Ganaríamos un mes. No. Septiembre. Quince. 2010. Un concurso pondría en riesgo nuestras celebraciones. Un concurso por invitación -sugirió otro. ¿Por invitación? ¿No contradice eso una celebración republicana de la independencia y la democracia posrevolucionaria? -dijo alguien más a quien nadie oyó. ¿A quién invitamos? -preguntó de nuevo. ¿A cuántos quiere invitar, Señor? A ver. 200 son muchos; entre 6 (por lo del sexenio, ¿entienden?), ¿cuánto da? 33.33-susurró el más avezado en matemáticas. ¿33.33? Cerrémoslo en 40. Además, algo debe tener el 40, ¿no? Los top 40, las cuarenta principales. Gracias -les dijo cada uno a sus asesores. Consíganme 40 arquitectos para mi Arco. Y pónganse en contacto con el Gobierno local -federal, dijo el otro. Tiene que verse que en esto vamos juntos. Son los grandes temas de la Nación los que nos unen. Gracias -repitió. Recuerden: 40 arquitectos, un Arco, 15 de septiembre del 2010 -y salió del salón por una puerta que, para él, era la entrada a la Historia.

economía de la demolición


Generalmente las críticas de arquitectura se ocupan de valorar obras recientes, de presentarle al público las cualidades y características de proyectos sobresalientes. Otras, menos, de señalar defectos y fallas, muchas veces evidentes pero ignoradas por complicidad o desconocimiento. Se supone normalmente que el silencio es el mejor rechazo: a menos que el fiasco sea excesivo, imperdonable, preferible elogiar que denostar. En ambos casos se trata de una toma de posición frente a lo nuevo.

La misma pareja -elogiar o denostar- se da en relación con lo ya construido. Primero con la defensa de lo existente, sobre todo de aquello valioso que corre el riesgo inminente de ser destruido o gravemente transformado debido -supone el crítico- al desinterés, a la ignorancia, al simple -y más difícil de describir o explicar- mal gusto o, generalmente, a una perniciosa mezcla de todos los anteriores. Menos común que todas las otras tareas de la crítica, ésta a veces se instaura en el tribunal de la inquisición arquitectónica y condena a la pena máxima a uno o varios edificios cuyo valor, argumentos mediante, no sobrepasa el de material para relleno sanitario.

A finales de septiembre, Nicolai Ouroussoff, crítico de arquitectura del New York Times, publicó un texto titulado "Demuelan esos muros". "Aún las más majestuosas ciudades -escribe Ouroussoff- están salpicadas con horrores. El saber que todas las gamas de la experiencia arquitectónica, de lo sublime a lo insoportable, pueden existir en un espacio comprimido es parte de la seducción de la ciudad. Con todo -sigue- hay un puñado de edificios en Nueva York que no logran contribuir ni siquiera en esos términos. Para ellos la solución pudiera ser la demoledora".

Los argumentos para sentenciar a un edificio a la desaparición deben ser cuidadosos pues, con seguridad, son demasiado cercanos a los que se usan contra obras nuevas que chocan con el gusto aceptado o tradicional. El primero de la lista de Ouroussoff en Nueva York es el edificio actual de MetLife, antes PanAm. Ese edificio ha aparecido en los primeros lugares entre los más odiados por los neoyorquinos en diversas encuestas, sobre todo, se supone, por su excesivamente visible posición fuera de la clásica retícula de Manhattan, literalmente a media calle. El apoyo del crítico especializado a la opinión popular es notable, sobre todo teniendo en cuenta que entre sus arquitectos estuvo Walter Gropius, fundador de la Bauhaus. No es la fealdad, aclara Ouroussoff, el principal criterio para condenar a un edificio -en ese caso, dice, habría demasiados condenados- sino ante todo el efecto traumático que puedan tener en la ciudad.

En su artículo del NYT, además del MetLife ex PanAm, Ouroussoff enlista el Madison Square Garden, Trump Place, el edificio de Edward Durell Stone en Columbus Circle, entre otros. ¿Qué tirar en la ciudad de México? No sólo por su fealdad -siguiendo el consejo de Ouroussoff- sino por su efecto. Pero incluso esta valoración del efecto no es asunto sencillo. Hace no mucho, por ejemplo, en varias vías de esta ciudad se eliminaron anuncios espectaculares privilegiando un paisaje supuestamente más valioso que las imágenes que éstos presentaban. Es cierto que ahora se ve más -cuando la nube gris de contaminación lo permite-, pero ¿se ve mejor? Varios hemos criticado la idea de construir un segundo piso del Periférico rodeando las Torres de Satélite, de Barragán y Goeritz, pero ¿cuántos defendieron al Toreo de Cuatro Caminos o al edificio de Avón, en avenida Universidad casi esquina con Miguel Ángel de Quevedo -un edificio de un brutalismo futurista interesante a ser sustituido por un centro comercial con un inexplicable "Sabor de Coyoacán", según declaró su arquitecto, Javier Sordo Madaleno?

Junto a la economía financiera que dicta qué permanece y qué no, hay economías culturales y simbólicas igualmente efectivas. "La cultura es -según el filósofo alemán Boris Groys- por su dinámica y capacidad de innovación, el ámbito efectivo por excelencia de la lógica económica". El valor -de un edificio o de un cuadro- se decide en un "mercado" de valores más complejo que el meramente económico.